lunes, 29 de diciembre de 2014
EL MAESTRO
Un artículo que leí "Escuchar y responder" provocó que alguien me pidiera cuáles son las voces de la infancia que el educador debe percibir y a las cuales ha de responder. He tenido ocasión repetidamente de escuchar qué reclamaban desde sus necesidades unos adolescentes a aquellos quienes de alguna manera, tienen sobre ellos una misión educativa, los mayores, como dicen ellos. A partir de todo lo que he podido escuchar, voy a intentar proponer unas actitudes y unas cualidades que, en mi opinión, son necesarias para todo buen educador.
Un educador debe tener ganas de vivir y tiene que demostrar que el peso de la vida no le resulta insoportable hasta el punto de hacerle arrastrar los pies con un gesto cansado. Mal trabajo haría el educador que dejase entrever que sólo vive porque no le queda otro remedio.
¿Cómo quiere animar para la vida si todo el mundo se da cuenta de que el sólo vivir es un aburrimiento? Peor sería todavía, si el chico se diera cuenta de que es la escuela aquello que le fastidia.
Un educador no debe dar miedo, porque el miedo impide la confianza, y sin confianza no hay educación posible.
Da miedo:
- Aquél que enjuicia.
- Aquél que castiga sin razón.
- El que se muestra irónico.
- Aquél que adrede hace quedar mal.
- El que se ríe de los demás.
- Aquél que lo sabe todo.
- Aquél que es perfecto.
- Aquél que nunca comete errores y siempre tiene razón.
- Aquél que no comprende las debilidades de los demás.
- La persona demasiado ordenada.
- La persona que no duda nunca.
- Etc.
Un educador no debe ser pegajoso (plomo), las personas pegajosas sólo atraen personas con necesidad de apego. El interés que debe mostrar hacia los chicos ha de ser un interés desinteresado.
Un educador debe querer la verdad y debe notársele. Los alumnos no han de tener la impresión de tener que ganarse la estimación del educador ni tener que merecerla. La gratuidad y la incondicionalidad de la estimación es una condición indispensable para una buena tarea educativa. Los chicos no pueden vivir con el miedo en el corazón de si serán queridos o no. El educador que deja entrever ciertas predilecciones, <> por las razones que sean, cierra toda posibilidad de confianza y sólo atrae a los aduladores.
El educador tiene que ser amablemente exigente y ha de tener el tacto de hacer ver la exigencia como una valoración y como consecuencia de la estima verdadera.
El educador tiene que tener tiempo. El alumnado ha de saber que es el centro de todo el proyecto educativo, tiene que darse cuenta que no hay nada que valga tanto como ellos. El tiempo es de las cosas que más vale, pero uno es más importante que el tiempo y así se le debe demostrar.
Para facilitar que los chicos hablen, el educador tiene que tener la convicción de que escuchar no le resultará ni fácil ni cómodo y ha de saber despojarse de la manía de los adultos de resolver problemas. El miedo de hablar, que hemos encontrado en muchos jóvenes, viene, muchas veces, del hecho de haberse encontrado con personas que son máquinas de soluciones pero que no saben escuchar los problemas. Si el educador tiene la idea de que hablar sirve sólo para hacer ver a otro que no sabe, mal parado va. Todo o casi todo lo que el chico le puede explicar, él ya lo sabe; escucharlo, pues, lo tendrá por una pérdida de tiempo, se pondrá nervioso, y se le notará. Luego los chicos callarán.
El educador no ha de querer ser como ellos, me parece que nunca me he encontrado con ningún joven que reclame que los mayores sean como ellos. De uno que es como ellos, no aprenderán nada nuevo.
Tampoco ha de pretender, hacerlos como él es.
El educador debe saber que no hay gestos neutros delante de los chicos y de que no existen palabras sin importancia.
Con la excusa corriente de que el espacio no da para más, cierro esta lista. De todas maneras, quisiera añadir una cosa. Un buen educador es difícil de hacer, pero si además de educar ha de ser un buen testimonio, no hace falta añadir, que la dificultad aumenta.
MIGUEL ESTRADÉ
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